Max tuvo la sensación de estar viajando en el tiempo. Cenaba en un pequeño restaurante cercano a la universidad, con tres alumnos de primero, y le parecía estar reviviendo aquellas cenas con Clara, Alberto y Marta: en los ojos de sus jóvenes alumnos veía la misma ilusión, interés y curiosidad que habían tenido en su momento sus amigos.
Tras aquella evocativa velada, a la mañana siguiente, se apresuró a escribir un mensaje para Alberto con la intención de alentarlo a descubrir cuál era la tercera habilidad necesaria para construir relaciones. A Clara le había lanzado el reto de encontrar la primera habilidad: la escucha. Marta había sido la responsable de descubrir la segunda: estar en contacto con los propios sentimientos. No había duda, pues, de a quien debía dirigir el tercer reto.
Con la intención de no ponerle las cosas fáciles a Alberto, le envió un escueto y ambiguo mensaje que, sin preámbulo alguno, decía: “Es tu propia melodía la que no te deja escuchar mi música”. Alberto alucinó. Sabía que se refería a la tercera habilidad para relacionarse con los demás, pero no le encontró ni el más mínimo sentido a aquel mensaje, a no ser que fuera el hecho de que Alberto era un gran amante de la música, que siempre Tenía de fondo en casa, en el trabajo o en el coche. Sin embargo, le encantaban aquellos retos y disfrutaba con los juegos intelectuales de Max. Así pues, empezó a tratar de descifrar el significado de aquel mensaje.
Tras un largo rato dándole vueltas sin descubrir nada, decidió cambiar de táctica. Con un grueso rotulador, escribió la frase de Max en un folio y lo colgó en su despacho de forma que tuviera la frase siempre a la vista. Con ello pretendía que fuera su subconsciente el que encontrase primeras pistas.
Tras un largo rato dándole vueltas sin descubrir nada, decidió cambiar de táctica. Con un grueso rotulador, escribió la frase de Max en un folio y lo colgó en su despacho de forma que tuviera la frase siempre a la vista. Con ello pretendía que fuera su subconsciente el que encontrase primeras pistas.
Estaba ya concentrado en su trabajo cuando, de repente, le vino un recuerdo a la memoria. Una noche en la que Max, en medio de una larga conversación y viéndolo totalmente absorto en sus pensamientos, le preguntó: “Alberto, ¿Dónde estás? ¿En tu mundo o en nuestro mundo?” Alberto empezó a atar cabos. En el enigma de Max, la música era una metáfora de los pensamientos. “Mis pensamientos no me dejan captar los tuyos”, se dijo; y aun fue un paso mas allá: “La atención en mi no me deja de prestarte atención a ti”. Este era uno de los problemas de Alberto y lo admitía sin excusas: cuando algo le rondaba por su cabeza, no existía nada ni nadie más en el mundo. Todo se borraba a su alrededor. Le costaba percibir lo que les ocurría a los demás porque estaba demasiado metido en si mismo, en sus problemas o preocupaciones. Y ello lo hacía ser especialmente torpe en sus relaciones: algunas veces había actuado con absoluta insensibilidad y, en otras, había cometido manifiestos errores de percepción.
No tenia duda de cuál era aquella tercera habilidad que Max lo incitaba a descubrir: para poder comunicarnos con los demás de manera constructiva, debemos ser capaces de captar en todo momento sus sentimientos. Pero Alberto no lo tenía bastante con descubrir la habilidad, sino que quería saber como podía integrarla y desarrollarla. Con la firme determinación de “aprobar aquella asignatura pendiente”, recopiló todas las notas que tenia de su maestro y los libros que, de una manera u otra, trataban el tema. Y la primera pregunta que se proponía responder era por qué, en muchas ocasiones, no podía captar los sentimientos de los demás. Tras releer todo el material, descubrió que el dolor y también el miedo son, en gran medida, los responsables de que concentremos toda nuestra atención en nosotros mismos. Un sufrimiento físico, una preocupación, un sentimiento negativo –como el fracaso o el enfado-, una pena o, incluso, un remordimiento nos producen dolor y este dolor nos hace concentrarnos en nosotros mismos y perder la capacidad de percepción de lo que ocurre a nuestro alrededor. Y el mismo efecto nos lo produce el miedo, puesto que paraliza nuestra percepción, nos nubla el pensamiento y nos absorbe por completo.
Alberto entendía estos dos mecanismos y se identificaba con ellos. Sin embargo, se reconocía también en situaciones en que, sin color ni miedo, era incapaz de captar los sentimientos de los demás. Necesitaba alguna otra razón que justificara su torpeza. En los días siguientes, siguió su trabajo de investigación hasta comprender que, en la capacidad, de captar los sentimientos de los demás, también había una cuestión de actitud: muchas personas viven mirándose el ombligo como actitud vital porque dedican todas sus energías y capacidades a pensar solo en ellas mismas. Alberto reconoció que algo de esto había también en su caso: había épocas en que su vida era el centro de pensamiento. ¿Qué podía hacer entonces? Sin duda, poner límites a ese egocentrismo y ser capaz de apagar, ante los demás, su ruido interior. Debía atender a interesarse por el otro; ser capaz de apagar de vez en cuando su melancolía y escuchar con los cincos sentidos la música de las demás.
Pasada casi una semana, a Alberto le pareció tener el retrato completo de aquella habilidad. Ya podía contestar a Max. “Querido Max: para relacionarme de forma constructiva con los demás, necesito poder captar sus sentimientos. Y, para hacerlo, ha de aparcar, mi mundo, mis preocupaciones, mis miedos…, todo mi ruido interior para poner mi sensibilidad a disposición de captar las emociones del otro. Esta es la tercera habilidad para comunicarse con la gente. Gracias por hacerme destinatario privilegiado de tu tercer enigma”.
A la mañana siguiente, Max envió a los tres amigos su confirmación: “Es el sentimiento del otro el que guía nuestra comunicación. Si no captamos su tristeza, cuán inoportunos podemos ser; y si no captamos su fragilidad cuán insensible podemos resultar. En cambio, cuando captamos los sentimientos de la otra personas, más allá de los que muestra de forma evidente, podemos llegar a la verdad y establecer una verdadera relación personal”. El mensaje incluía una posdata: “La semana pasada os tuve muy presente. Creí estar cenando con vosotros. Solo que nos respondíais a vuestros nombres habituales. Por alguna extraña razón. Os llamabais Carol, Susanne y George”.
MORALEJA--REFLEXIÓN: En muchas ocasiones me siento como Alberto, solo escucho mi música interior, o incluso creo música en el ambiente, que impide que yo me entere de lo que el otro me escucha; pero es más si la creo, tampoco la escucha el de al lado. Creo que en cierto modo eso es lo que ocurrió en el seminario. Veníamos de un fin de semana, y claro le debemos contar todo a nuestro compañero, NUESTRA MÚSICA, y no escuchamos a la ponente.
Como Alberto, para mí, y creo que también para muchos de los que lean esto, es una asignatura pendiente que debemos saber poner en práctica. Al igual que el protagonista de la historia no nos debemos quedar tan solo en saber cuál es, sino que debemos de SABER UTILIZARLA, ya no solo como persona, sino también como profesionales del ámbito social.
Debemos de aparcar nuestros miedos, egocentrismo, sentimientos… en definitiva nuestro ruido interior y ponernos al servicio de los demás y tratar de captar sus ideas y sus sentimientos.
Quizás nos tengamos que preguntar qué estamos en su mundo o en nuestro mundo, para darnos cuenta de nuestra manera de comportarnos. Al menos yo debo de decir que GRACIAS POR HACERME PARTICIPE DE ESTA HABILIDAD, espero saber ponerla en práctica.
Ánimo a todos.
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